En el marco del 25N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, compartimos esta crónica sobre violencia doméstica para resaltar el papel clave que desempeñan los espacios laborales en el apoyo a quienes atraviesan estas situaciones. El Convenio 190 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) reconoce el impacto de la violencia doméstica y alienta a las organizaciones a comprometerse activamente en su abordaje y mitigación en el ámbito laboral.
Motivos
Por Pía Fittipaldi y Giuliana Ugolini, de Grow- género y trabajo
Parecía que iba a ser un día como cualquier otro, pero esta vez no sonó el despertador del celular. Afortunadamente (o no) el canto de los gallos despertó a Catalina en su horario habitual. Pero ese día no era como todos. Los ojos pesaban, las piernas eran adoquines y la cabeza no paraba de zumbar. Los motivos para salir de la cama no abundaban ¿acaso alguna vez los había tenido?
Aquel día no la esperaban ni sus compañeras, ni tenía que apresurarse para arrancar la moto para llegar a tiempo al trabajo. Se había pedido el día, porque el cansancio se estaba apoderando de ella. Lo único que no había cambiado es que cuando abrió los ojos, él estaba ahí, como siempre, mirando algo en la tele, con su mirada profunda y su mate en mano.
– Andá a comprar harina así me hacés unas torta fritas, le dijo.
Catalina salió rápido de la cama, y con lo último que le quedaba en su monedero partió hacia al almacén, en pijama, sin darse cuenta que no se había cambiado. Cuando abrió la puerta, el viento la empujaba, había algunos niños que estaban yendo en bicicleta a la escuela y perros ladrando fuerte. Sus primeras dos palabras fueron “buen día”, cuando llegó al almacén.
-Necesito que me pagues las deudas, ya van 3 semanas y las cosas no están para andar fiando- le dijo Raúl, el almacenero del barrio.
-Te traje el dinero para el paquete de harina. Ahora le digo a Carlos que pase a la tarde.
Cuando salió del almacén, pidió fuego a un vecino y encendió un cigarrillo que encontró a medio fumar en la calle. Las manos le temblaban y las lágrimas ya no salían. Hacía fuerza para no llorar pero la expresión de la cara no la podía cambiar. Según sus cálculos, tardó 5 minutos menos de lo habitual, así que sentarse en el cordón de la vereda no era un gran problema.
Se puso a recapitular su semana y la culpa la invadió. Extrañaba a sus compañeras de trabajo, ellas al menos la ayudaban a reír de pavadas. El último recuerdo con ellas y las preguntas de toda la semana empezaron a abrumar su pensamiento: llegó con la pantalla del celular rota, sin plata ni para cigarrillos y ya no había excusa que valiera. La concentración era nula y la posibilidad de responder, también.
-Cata, no puede ser que Carlos siga así, andate de ahí, si querés podés venir a mi casa, estoy sola con mi perra, una persona más entra…
-¿Y si hablás de con alguien de recursos humanos? Yo no sé qué más decirte…
-Si querés te puedo acompañar a hacer la denuncia, te acompañamos las veces que creas necesarias.
El cordón de la vereda, duro y sucio, fue un sillón de dos cuerpos por esos 5 minutos libres, donde su cabeza repetía en loop las palabras de sus amigas. Hacía unos meses que Catalina venía mal. Sus problemas de pareja hicieron que poco a poco fuera entrando en una burbuja difícil de salir y las consecuencias se vieron cada vez más reflejadas en su trabajo. Le empezaron a temblar las manos y no podía escribir en el teclado. Creía que era pasajero, pero de a poco se le fue complicando cada vez más cargar los datos en el sistema y se olvidaba de las reuniones que tenía agendadas. La violencia que sufría había empezado a opacar sus ideas.
Ilustración de Lucila Bonardi
Durante las horas de su jornada laboral, solo pensaba en todos los comentarios que Carlos le hacía cada vez que volvía. Era tal el ruido que le generaban, que hasta se olvidaba de las tareas pendientes y el agua para el mate se le hervía incontable cantidad de veces. Llegaba a las 8 de la mañana y escuchaba con eco las conversaciones de su grupo de trabajo, se sentía tan ajena. El ambiente allí era bueno y al menos era un lugar donde podía sentirse acompañada: al fin y al cabo era el único grupo de sostén que le quedaba.
La situación se dejaba entre ver y el equipo interviniente de su trabajo había desplegado múltiples estrategias: la habían escuchado siempre que ella lo solicitó, también le habían ofrecido que se tomara unos días de licencia, que asistiera a espacios de psicología individual, que hablara con el área de legales para que la asesoraran, e incluso la habían acompañado varias veces a la Comisaría de la Mujer y le habían ofrecido hacerlo la cantidad de veces que considerara necesario. Catalina recibía visitas domiciliarias de quienes trabajaban en el centro barrial, pero perdían sentido porque no encontraba un lugar cómodo para dialogar. Incluso tenía prohibido abrirle a la trabajadora social. “Ojo con las pavadas que te meten esas en la cabeza” decía él.
“Esas” que para ella eran un refugio, pero para él un peligro inminente. Le contaron que es un proceso, envolvente, del cual no es tan fácil salir de un momento a otro. La ayudaron a ponerle nombre a muchas de las cosas que le pasaban: estaba viviendo situaciones de violencia. Al principio, la palabra le helaba un poco la piel y no podía decirla completa. El día que la pudo nombrar su estómago se volvió un torbellino y su mente mucho más.
Ya habían pasado 90 días de la última denuncia que habían realizado, la perimetral esta vez no había tardado en salir pero ella no encontraba las fuerzas para echarlo… cuando él la miraba, con tantas promesas de sueños, de la casita propia, ella decidía darle siempre una última oportunidad más.
Lo que nadie sabía, es que la noche en la que Carlos había revoleado el celular, sintió ganas de desaparecer. De no haber sido porque ella lo esquivó, el celular hubiera ido directo a su cabeza. “¿Por qué no dejé que el celular me parara la cabeza?”, pensaba Catalina mientras le dibujaba una falsa sonrisa a un niño que pasaba.
Aún en la vereda, cuando dio la última pitada, vio su pantalón pijama violeta casi del mismo color de sus ojeras, se levantó de inmediato y apresuró su paso. Al doblar por la esquina estaba Carlos, mirando para todos lados, totalmente nervioso por la demora en su regreso, porque claro, los cinco minutos se habían convertido en diez.
Catalina no dijo nada. Suspiró, agachó la cabeza y entró rápidamente a la casa. Las manos le seguían transpirando pero sin lavarlas, empezó a amasar. Sus pensamientos le atormentaban, pero se vieron silenciados cuando Carlos tocó el botón de encendido de la radio. Él caminó lentamente hasta la cocina, tragó saliva, la miró fijamente y sus palabras susurraron el peso de los cinco minutos de más. Ella, sin respuesta, siguió con las manos en la masa, anhelando con fuerza que las tortas fritas fuera el teclado de su trabajo.
Con las torta fritas enfrente y la mirada un poco perdida, su cabeza se llenó de pensamientos. Los últimos años su vida había cambiado. De a poco se había ido alejando de su familia, de sus amigas de toda la vida, de sus compañeras de trabajo, a Carlos no le caían bien. Pensó en la psicóloga del equipo de intervención de su trabajo. Ella le había dicho que si necesitaba podían darle un adelanto de sueldo e incluso ayudarla a buscar algo seguro y económico, para que pudiera alquilar, hasta que se acomodara un poco la situación. También le habían ofrecido algunos alimentos y elementos de higiene para empezar de cero e incluso algunas de sus compañeras le habían propuesto ir por turnos de visita hasta que se animara a dormir sola. Hasta que el miedo desapareciera…
Respiró hondo y dijo para adentro: “mañana vuelvo a hablar con ella”.